Che, la actuación puede mucho más que para lo que hoy está
siendo generalmente utilizada y ejercida. Ok: de algo hay que vivir, está
buena, está bueno que me hayan llamado, es una buena experiencia, es una buena
oportunidad, me permite mostrarme, pruebo algo distinto, el tipo es
interesante, ella es una genia, la pasamos bien, es muy divertido hacerla, me
conviene, aprendo, etc. Perfecto. Indiscutible. Realmente. De verdad. Solo les
pido a los que saben que esto es así, que no lo nieguen, porque eso los hace
aptos para desear y configurarse encuentros de implicación artística de un
beneficio actoral y vital incotizable, tan fuerte y motivador como lo es la
guita y el escalafón mediático. Quizás incluso con efectos en el mercado tan
estimables como los que logra, nunca garantizadamente, aquello cuya razón de
ser es fundamentalmente pegar ahí. En esta ciudad pasaron cosas con la
actuación que no pasaron en ningún otro lugar del mundo. Sucedió que crear una
obra de teatro pudo ser simple y contundentemente juntarse para inventar
actuación. Actuación en su propia, poderosa y contingente ley. Eso es lo que
acá trastocó todo y nos hizo famosos como producto de esta ciudad. Incluso con
las obras en las que esa potencia fue utilizada para la renovación y sostenimiento
de procedimientos antiguos, reducidores y trascendentes. La
actuación es tan poderosa que puede servir para el lucimientos de cosas
que no la favorecen. Y no quiero que los que vivimos ese poder nos privemos de
ello. No quiero que este poder que fugazmente suele aparecer en diferentes
tiempos y lugares del mundo, y nosotros tuvimos la felicidad de experimentar,
desaparezca. Pilas muchachos. Llegando a cierta cantidad de años entendés,
medio haciéndote el que está lejos de los primeros de la fila, que te vas a
morir. Acá todavía están los cuerpos y hay miradas que saben ver. No
enloquezcamos con los viajes, la guita y el cartel. Una cosa no quita la otra,
una cosa no quita la otra. A gozarla, a cagarse a gritos, a festejar, a
perderse, a sentirse Gardel, a llorar en el ensayo, a no poder cortar, a sentir
que nos fuimos a la mierda, a no tener ninguna obligación de hacerla o
terminarla si no nos convence, a robarle tiempo y energía a todo lo otro si
creemos que tiene que existir, a hacerla como solo los que estamos ahí podemos
hacerla. Y todo, todo, todo que se vaya a cagar. Viva el teatro de los actores,
el único que necesita y puede que nada ni nadie le dé su sentido, el único en
el que se junta el sentido de vivir y de actuar . Una abrazo a mis viejos y
queridos amigos, y vamo los pibes.
16.11.13
8.11.13
Diario de actor 4
Me queda muy claro que cuando llego al ensayo no sirvo para actuar lo que estamos intentando. Tampoco voy a servir en un tiempo para hacer una buena función. El que llega es un ansioso, un efecto de sus resistencias, un temor, un desesperado por gustar. El que llega es el que puede, potencialmente, actuar lo que estamos inventando, pero también es concreta y lamentablemente, el mayor de los obstáculos. A fuerza de ensayo y, básicamente, error, los enfrentamientos frecuentes con procedimientos actorales sintomáticos que atentan contra mi posibilidad de “estar ahí”, son ahora una guerra declarada que no tiene victoria final pero si la convicción de que hay que asumirlo como parte de la cosa. En este proceso de aceptación de la ineptitud subjetiva con la que llego de la calle pretendiendo actuar, la tan mentada “entrada en calor” me fue ganando un espacio y un sentido cuya dimensión, que yo ya creía saber importante, se me amplió hasta ser el fenómeno que, ahora creo, anfitriona todo lo demás. Porque además de todo lo que técnica y expresivamente allí se acomoda, ese lapso comenzó a ser el impase ineludible para que el actor presionado por la dinámica de su mundo, se convierta en otro más apto para propiciar la vida escénica y el encuentro. En ese momento, nada simple de procurar, me tengo que poder dar dos cosas fundamentales como condición de lo que pretendo después: el lujo de la tranquilidad y la explicitación del desafío que me implica actuar lo que tengo que actuar. Ambas cosas son condición del disfrute y la creatividad de mi juego.
Si no me tranquilizo, si no le puedo dar tranquilidad a mi actuación, me pasa, como con cualquier actividad, que me simplifico y mis acontecimientos son groseros y generales. El apuro me impide la percepción y expresión de la exuberancia sutil, hormigueante, permanente, contradictoria, fluida y verdadera de acontecimientos que generan una actuación no menos viva que la gente viva. La gente puede tener una vida apurada, pero si soy un actor apurado, hago seres menos vivos que la gente. En un ensayo que planteábamos la paradoja del hecho de que un actor es alguien vivo que cuando actúa suele perder vida, que estamos muy acostumbrados a que la actuación este menos viva y verdadera que la gente, concluimos que la vida real es alguien poseído por afectaciones mutantes que se revelan sin pausa en todo lo que hace y le hacen, y que la vida escénica sería lo mismo pero al revés: en todo lo que hago y me hacen debo generar las afectaciones que me poseen y mutan. La vida escénica dependería entonces de una estimación radical de todo lo que el actor tenga para percibirse y percibir, ya que allí están las cosas que nos permiten percibirlo vivo; que no hay cosas más y menos importantes, porque si todo hace al fenómeno de estar vivo, no debemos sobreactuar de la misma manera que no debemos sub actuar. El derrotero subjetivo de un ser se juega en todo lo que se le ve hacer. Las cosas supuestamente más nimias y contingentes son las que estimadas como gestos de alguien al que se le está jugando algo, son reveladoras en el mismo rango que aquellas que también explicitan su significación. Pero para estimarlo todo permanentemente y en su justa medida como material de actualización del juego fundamental de la actuación que es hacer alguien vivo: debemos estar tranquilos.
Es claro que semejante
frenazo a la subjetividad mercantil con su ritmo, procederes, estrategias,
eficacias y sentidos de producción implica un tiempo y un trabajo que no se
reduce solo al calentamiento. Pero sí es distinguible que en ese momento, que
estoy solo, tengo que hacer algo cuya dimensión y concreción debe
ajustarse al grado de habilitamiento actoral de la práctica escénica
que me espera. La dirección me dijo varias veces
que la manera en que estaba entrando en calor no me ayudaba, no me estaba
ingresando, ni dejando a las puertas, ni acercando a lo que mi cuerpo debía
lograr actuar. Mi entrada en calor debía dejar de ser tímida y general respecto
de las condiciones dinámicas que me hacen posible desalojar las resistencias
que identificamos como obstáculos y debía estar a la altura del desafío que estaba siendo para
mi actuar lo que tengo que actuar. Punto. La entrada en calor es el momento en el que los actores nos mostramos a
nosotros mismos el nivel de implicación que admite y demanda la actuación de la
obra que ensayamos o exponemos. Mi
entrada en calor debía distinguir explícitamente a una práctica escénica en la
que la posibilidad actoral de generar vida se me ofrece posible y deseable.
Porque no todas las practicas escénicas lo hacen posible. En algunas lo que hay
que actuar es el obstáculo mismo para estar vivo. Otras están incluso generadas
directamente desde la dinámica a la que empuja el mundo y el ensayo es la
puesta en funcionamiento de resoluciones y eficacias. En muchas situaciones,
entrar en calor es una actuación casi más notable que la que luego tengo que
hacer. Son poquísimas las situaciones en la que es posible y necesario exceder
el mínimo calentamiento muscular, sonoro y memorístico. Solo el encuentro con una mirada que me estima y me ve más que yo, y
la aceptación del desafío actoral como sentido del hacer que eso inicia, puede bajarme del
tren con el que llego, y animarme a asumir el calentamiento como un lapso
fundamental de preparación y apropiación de un juego al que me tengo que jugar.
Cada vez que entro en calor parto de contactar con el miedo de no tener en mi lo que necesito. Luego, paulatinamente, voy logrando tranquilidad al percibir que me lo voy procurando a la vez que surgen las ganas de compartirlo como única manera de terminar de dármelo. Y quizás ese sea el único sentido fuerte que tenemos, muy ocasionalmente, para desalojar la desesperadamente necesaria venta profesional de nuestra eficacia, y propiciar y reafirmar el tan mentado, teorizado, banalizado, idealizado y querido “encuentro”: invitar al público a participar de un proceso de automodificación y descubrimiento; preparar ciertas condiciones de ficcionalidad actoral con las que avanzar más en la posibilidad de estar, franca y decididamente, allí, con ellos.
Cada vez que entro en calor parto de contactar con el miedo de no tener en mi lo que necesito. Luego, paulatinamente, voy logrando tranquilidad al percibir que me lo voy procurando a la vez que surgen las ganas de compartirlo como única manera de terminar de dármelo. Y quizás ese sea el único sentido fuerte que tenemos, muy ocasionalmente, para desalojar la desesperadamente necesaria venta profesional de nuestra eficacia, y propiciar y reafirmar el tan mentado, teorizado, banalizado, idealizado y querido “encuentro”: invitar al público a participar de un proceso de automodificación y descubrimiento; preparar ciertas condiciones de ficcionalidad actoral con las que avanzar más en la posibilidad de estar, franca y decididamente, allí, con ellos.
2.9.13
Diario de actor 3
En el último ensayo logre, por un rato, ser el actor que, creemos, la obra
necesita. Vi llegar la aprobación y el
festejo a la mirada que me acompaña en este proceso. Mientras actuaba me
sorprendía, y esa sorpresa me disociaba percibiendo que mi voz y mi cuerpo eran
de otro, que estaba haciendo aparecer a alguien allí, frente a mis directores,
que se sintieron, quizás por primera vez, espectadores de nuestra obra.
Que alegría inmensa. Sentí estar jugando bien el juego que
estamos inventando. Juego en el que se superpone la escena y la vida; que me
está forjando un cuerpo, una habilidad y fundamentalmente un temperamento. De hecho,
cuando las reglas fueron surgiendo, a la vez que me resultaba halagador que esa
operatoria emerja y se asocie posible en mi actuación, no podía evitar
preguntarme si yo estaba a la altura del juego que se planteaba, o si estábamos
todos en pedo. Son la ambición y el miedo disputándose cada milímetro de
afirmación.
Evidentemente, una cosa es tener la habilidad y otra la
decisión. El nivel de creencia que, en todo sentido, a veces demanda y delega el lugar y el proceder de
una obra, implica un trabajo íntimo y feroz. Quizás el verdadero desafío sea asumir con placer el poder que se nos
habilita. Porque creo que con el público compartimos esencialmente eso: el
poder que asumimos en el juego al que los invitamos, y el placer que nos da jugar
con ellos.
Veremos qué pasa ahora que el público entro al ensayo por
los ojos de la dirección y se sienta en las sillas vacías del estudio. Acá
está, de nuevo la ambición y el miedo.
10.8.13
Diario de actor 2
Uno llega a los ensayos con el cuerpo y la voz que la vida
le fue permitiendo tener. Con la imagen que, hasta el momento, el proceso de experiencias
familiares, sociales, amorosas, laborales, sexuales, médicas, evolutivas, etc. nos hizo ver y darnos.
Ya ensayando, nos puede pasar, como me ocurre, que la mirada de la dirección vea en nuestro cuerpo otra imagen posible que, lejos de ser un matiz, proponga un replanteo dinámico y subjetivo. Es una mirada desafectada de los condicionamientos con los que nos configuramos, que encuentra allí, donde siempre miramos, otra posibilidad de imagen que le propone a nuestro cuerpo ser a la vez más nuestro y del personaje.
Ya ensayando, nos puede pasar, como me ocurre, que la mirada de la dirección vea en nuestro cuerpo otra imagen posible que, lejos de ser un matiz, proponga un replanteo dinámico y subjetivo. Es una mirada desafectada de los condicionamientos con los que nos configuramos, que encuentra allí, donde siempre miramos, otra posibilidad de imagen que le propone a nuestro cuerpo ser a la vez más nuestro y del personaje.
Como una buena nueva, como la adivinación de algo
inconfesable, como la confirmación de una hipótesis subversiva e indemostrable,
la imagen propuesta parecería tener ya más derecho de ser, que la nuestra tal
como la venimos llevando. Percibimos, ya sintiendo una convulsión general inevitable, que allí puede haber una
mayor comodidad, el fin de una resistencia y un pudor, el comienzo de una
actuación más honesta.
Ya no hay retorno: ese personaje y el director comienzan a pedirle a ese cuerpo que funcione como si hubiera tenido experiencias que no tuvo, que se viva de otra manera. "Más hombre", "más grave", "más panzón", "más simple", " más violento", “más lento”. Demandas de potencia a la latencia desenmascarada.
Ya no hay retorno: ese personaje y el director comienzan a pedirle a ese cuerpo que funcione como si hubiera tenido experiencias que no tuvo, que se viva de otra manera. "Más hombre", "más grave", "más panzón", "más simple", " más violento", “más lento”. Demandas de potencia a la latencia desenmascarada.
El ensayo se convirtió en el tiempo y espacio concreto que
se dispone en la vida de esta persona/ actor para tener esa experiencia
faltante, resistida, contenida, desconocida, secretamente deseada, o vaya
uno a saber, que lo va a modificar al punto de que el propio cuerpo ya no
volverá a ser llevado de la misma manera. Una experiencia por la que sufre la
distancia inexpugnable entre el entender y ser, la angustiosa intemperie de ya
estar afuera de lo que cuestionamos y peleando
para entrar donde nos prometimos llegar; pero que luego, con la llegada de un repentino
placer desconocido, nos hará tener más
ganas estar con el cuerpo en el ensayo que en la vida. Allí se estarán
habilitando permisos en la manera de sentirse que no son los que hicieron que
la vida sea como fue hasta allí.
Comenzamos entonces a probar, parcial y secretamente en la vida
misma, las modificaciones de un cuerpo que prepara su nueva imagen de si para
lo que será el estreno. Estrenará un actor que se ha convertido en otro para
hacer de otro.
No se me ocurre nada mejor
para pedirle a esta actividad.
24.6.13
Diario de actor 1
Hoy me miré en el espejo y vi que ciertos gestos de mi cara han incluido unas ojeras incipientes. A la vez que sentí miedo, pensé, como si fuera dos personas distintas: "que bueno para actuar". En mis ensayos estoy tratando que el "copado" de sus ojeras aparezca cuando miro cierta medida, ya quizás irreductible, de mi panza. Si no, va a ser imposible actuar. Esta "superficialidad" que comparto, por ser justamente algo que se juega en la superficie de contacto percetivo con el público, sólo siendo asumido y afirmado como condición dinámica, significado social y valor mediático, habilita a lograr algo de lo que se suele llamar "profundo". Comparto esto porque intento elaborar junto a todos mis colegas cuarentones esta oportunidad única, que nos da la caída insoslayable de cualquier variante de ideal metrosexual, para comenzar a actuar con un cuerpo que si se anima a verse puede entender al fin cual es su peculiaridad, comodidad y potencia.
Si uno no logra estar en escena como está ante los ojos de la persona que ama, solo esta actuando que actua. Me digo algo tan severo porque realmente lo veo y lo creo y porque me quiero llevar con la cabeza a hasta la puerta de la actuación por la que solo entra el propio cuerpo.
Mi admiración profunda para los que suelen entrar y todo mi aprecio para los que lo queremos hacer incluso fracasando.
Transcripto de:
https://www.facebook.com/alejandro.catalan.735/posts/372293009537803
14.5.13
Un gesto de Maravilla
Ensayo sobre lo que puede el gesto.
"Shakespeare dijo algo digno de mención. Uno no lo escucha muy seguido. Dijo: “No existe un arte que encuentre la construcción de la mente en la cara”, refiriéndose a que hay un arte de la poesía, la música, la danza, la arquitectura, la pintura, lo que sea. Pero encontrar las mentes de la gente por su cara, especialmente sus caras, es un arte, y no es reconocido como tal." Marlon Brando.
Ya estamos muy acostumbrados
a la caza de primeros planos en las contiendas deportivas. La industria del
entretenimiento no puede desaprovechar la captura de esa fuente de acontecer
humano que dimensiona la implicación subjetiva que adquiere cada jugada en los
allí expuestos a su suerte. Acontecer que, además, puede que se inscriba y sume
a una narración más grande, generada antes por otras cámaras, como historia y
actualidad mediática del dueño de ese rostro. En ese caso nuestros ojos serán
cazadores sutiles del gesto que se le escape a un rostro rompiendo el control
de lo que le conveniente mostrar.
Los que vimos el combate
“Maravilla vs. Chávez Jr.” participamos de una gran condensación de esta
confluencia narrativa expresada en el gesto entre la “contienda deportiva” y
“vida mediática”. El box, en este sentido, es un dispositivo privilegiado:
tenemos siempre a los dos protagonistas en la imagen, mirándose y pegándose en
la cara. Actuando para el otro, para el público y para la cámara. De hecho esta lucha fue particularmente histriónica; ambos
boxeadores se, y nos, hicieron gestos que jugaban decididamente dentro del
Thriller psicológico en el que se había transformado la “vida mediática” ahora
fundida con la “contienda deportiva”. La
pelea parecía el capítulo final de la primera temporada de una serie que nos
fue atrapando hasta la dependencia. El ring era ahora el lugar en el que dos
vidas contrastantes coincidían en la necesidad de convalidarse desacreditando a
la otra. Y el capítulo no podía comenzar
mejor: el luchador pobre, tenaz, dotado, maduro, guapo, locuaz, inteligente y
justiciero, estaba venciendo al luchador rico, hijo de papá, joven, arrogante,
campeón y grandote. “Maravilla” Martínez, el protagonista, conectaba golpes sobre Chávez en perfecta
continuidad con el extraordinario monólogo que venían siendo sus apariciones
televisivas. La cara de Chávez se deformaba y se convertía en la referencia
material del proceso hacia un final pronosticable. Pero, como vimos, en el último round, el mexicano logra meter
unos golpes como él mismo no había recibido, y derriba a nuestro héroe haciendo
suceda algo que ya se había olvidado como posibilidad. Cuando “Maravilla”
Martínez, ya caído, se incorpora mínimamente y se sienta en la lona, le veremos
una cara que nos pegará en los ojos más directa y contundentemente que todos
los golpes que ya se habían visto. Esa cara será la contracara misma de todo lo
que hasta allí se había narrado. Luego de un breve paso por la siempre horrenda
expresión de quien, sin desmayarse, se ha ido de sí, logramos percibir su
dramático retorno a la conciencia porque sobreviene un gesto que delata la
dimensión subjetiva que toman las circunstancias en las que nuestro boxeador se
reencuentra y reconoce. Describir su composición afectiva sería reducirlo. Pero como espectador de esta
historia, no dudo que en esos escasos e involuntarios fotogramas, vi a
Maravilla reconocer que su vida estaba tomando el rumbo de la peor escena que le podía suceder a su
película; que temió que todo lo hecho, desde que se fue a España hasta hoy
allí, sea el descomunal camino hacia la absoluta decepción y el principio de
una condena al perpetuo sinsentido. En la cara de Sergio Martínez se parte su
historia. Es el momento en el que, como en el flujo de un río, el acontecer
narrativo se estrecha al tamaño de un rostro, porque su cause adquiere la
profundidad de una grieta.
Su retorno a la pelea será
entonces a otra pelea, “Maravilla” no vuelve a pelear con Chávez Jr., sale a
pelear por algo que ya es su vida misma: su imagen. Debe mostrarse y mostrarnos
una actitud de pelea que reduzca hasta donde más sea posible la dimensión
narrativa del acontecimiento subjetivo que mostró a su imagen presa de la derrota y el fracaso.
Sale, entonces, a pegarle a lo que le
sucedió, a mostrarse y mostrarnos que eso que le vimos no fue tan real y
significativo como pareció.
Pero lo que sucedió y dejó
ver su rostro ya estaba impreso en nuestra percepción y cualquier cosa que
hiciera, no haría más que mostrar y acentuar a aquello que se quiere negar.
Aunque el acontecimiento haya sido tan ínfimo como los pocos segundos que hubo
dese que se sentó en la lona hasta zambullirse en el barullo final de golpes,
su gesto tuvo la pregnancia de una afectación en la que la cara, aquietada unos
instantes entre la agitación general, muestra algo de lo que allí sucede que no
puede ser contado por ninguna otra cosa que no sea su gesto.
“Vos ganaste por puntos, pero yo te vencí; por un instante te convertí en un niño perdido. Tus golpes deformaron mi cara, los míos, tu alma”, podría decir Chávez en el final de la adaptación teatral de esta historia. Adaptación en la que los procedimientos escénicos habituales llevarían a tema de diálogo lo que un gesto puede con su sola capacidad perforante. Porque si esta pelea y este rostro habilita pensar algo es, justamente, en el poder narrativo del rostro. Por un gesto “Maravilla” pasa del héroe heroico que podría haber sido, al héroe trágico que terminó siendo, aunque nada de lo que luego se dijo e hizo quiera dar cuenta de ello. Martínez ganó perdiendo o perdió ganando. Llegó finalmente a su negado y ambicionado cinturón de campeón, pagando el costo de verse y mostrar la cara de la derrota.
7.2.13
La muerte de Spinetta
Ensayo sobre el fin del
“teatro alternativo”.
Dedicado a Ricardo Bartis
Se murió Spinetta. Aún me duele saberlo. Cuando me enteré, sentí
que se iba del mundo una prueba viva de
lo que puede ser, en esta época, un vínculo con el arte tranquilo y radical.
Sabía que esa dimensión de la cuestión era algo que corría por mi cuenta, pero
no me pareció un sentimiento tan exclusivamente personal. Es posible, incluso,
que ese haya sido el aspecto de su fallecimiento que sumó al lamento a muchos
otros que nunca fueron especialmente spinetteanos. De hecho, el día que se anunció su muerte, me
pareció ver en el Facebook un indicio claro
de ese extraño consenso. Siguiendo el conmovido desfile de frases que acordaban
en la dimensión excepcional de la pérdida, una característica común comenzó a
resultarme llamativa. Las frases se relevaban,
entregándose, como un pergamino, dos palabras que sostenían su presencia: “artista”
y “creador”; y si bien puede resultar esperable que estos términos se
reiteraran y tengan una presencia predominante, había algo en su uso que me
impresionó más que la cantidad: colocadas junto a “Spinetta”, “artista” y
“creador” parecían escritas buscando que asumieran una sentido mayor. Ambas
palabras, junto a ese nombre, alcanzaban
un grado más alto que el que suele darle la medida de nuestro hábito. Distinguir a
Spinetta nos permitía un
redimensionamiento del significado de esos términos. La llamativamente numerosa
y exclusiva compañía que tuvieron junto a su nombre, parecía responder a la
oportunidad de limpiar esas palabras de la banalización cotidiana con la que
las empleamos, y ejercerlas con la
cualidad jerarquizante y excluyente que sabemos pueden tener. Sirva como ejemplo de la
exacerbación de esta curiosa necesidad,
aquellos que dudaron de la posibilidad
de sortear esta banalización, y las antecedieron con un dramático y elocuente
“verdadero”: “verdadero creador”, “verdadero artista”. Refiriendo a la muerte
de Spinetta parecíamos decir algo sobre el mundo en el que Spinetta moría; algo
que, indirectamente, me sonaba como una denuncia sobre nuestra actualidad, como
una puntada de dolor en un acostumbrado malestar. ¿A quienes les estamos
diciendo que en realidad no son “creadores” y “artistas”? ¿Nos lo decimos a
nosotros mismos? ¿A todos? ¿Por qué? ¿Qué necesidad encolumna y motoriza las
frases de esta red bajo este sentido discriminativo y reivindicatorio?
Todo esto lo pensaba teniendo en la cabeza el mundo que
constituye mi Facebook: el teatro “alternativo”, “independiente” u “off” de
Buenos Aires y otras ciudades grandes de nuestro país. Cuando allí percibo esta necesidad tan generalizada de señalar a un
“artista” o “creador” de manera inequívoca
e indirectamente crítica de lo que parece ser la medida que maneja nuestro hábito,
creo escuchar un tono subjetivo que me resuena personalmente. Pienso entonces, en
los colegas que tenemos entre 40 y 65 años, participamos del teatro de los 80 y/o
90, coprodujimos un discurso en el que las prácticas y las palabras tuvieron
una relación afirmativa y consustanciada, y hoy vemos como nuestros valores artísticos
de partida no se componen fácilmente con
la dinámica que debemos habitar. El medio en el que emergimos ha cambiado cualitativamente,
y el actual parece rechazar ciertas condiciones de lo “artístico” y “creador”
con las que hace un tiempo habíamos modificado muy profundamente el hacer y
pensar del teatro de Buenos Aires. Hoy parecería imperativo, tener que aceptar
una actualización, que implica el abandono de esas condiciones esenciales por
estar muy a contrapelo de la actual dinámica mercantil.
Recordemos, mínimamente, que:
Recordemos, mínimamente, que:
- El sentido del hacer del antiguo “teatro alternativo” era la “creación de lenguaje”. Según esto, el valor de una obra estaba en la recomposición de lo escénico a lo que se aventuraba.
- El tiempo de ensayo era todo el que el proceso de creación necesite. Eso demandaba una relación con el tiempo y el dinero que no profesionalice y ponga condiciones y presiones externas al ensayo y al propio imaginario escénico.
- La cualidad distintiva con la que se dió a conocer y distinguir al “teatro argentino”, tenía actor como productor preeminente del sentido de la experiencia escénica.
- Desde el “teatro alternativo” eran claras las imposibilidades que el teatro “comercial” y “oficial” tenían para encarar de manera artística y creadora un proceso de creación.
La consecuencia escénica para el “teatro
alternativo” es que la “creación de lenguaje” es reemplazada por la misma dinámica escénica que
constituye cualquier obra del mercado: ideas escénicas o textos que engloban y habilitan participaciones
efectistas que buscan desesperadamente pegar en el mercado. El sentido mercantil
antes que económico es “mediático”, por eso lo “alternativo”, lo “oficial” y lo
“comercial” hoy comparten una misma lógica práctica y eficacia: el impacto. La "creación de lenguaje" debe abandonarse porque encontar una lógica de composición escénica es inviable en la medida que hay que avalar el eclectisismo escénico que genera la búsqueda de impacto en todos los rubros escénicos.
El problema más
profundo no es la guita, es la publicidad. Es que en vez de juntarse para
inventar un juego conjunto y propio, el mercado nos junta para exponer el
impacto con el que cada uno busca que lo aprueben, seleccionen, premien,
subsidien, inviten, produzcan, etc. El casting reina como dinámica y sentido de
todas las experiencias
¿Está mal querer tener réditos mediáticos y económicos?
Para nada. Pero si ese es el sentido del hacer, las consecuencias prácticas son claras y concretas. No tratemos
de pensar que haciendo “publicidad” somos “artistas” o “creadores”. ¿Está mal
que un actor o director haga cosas comerciales? Para nada, lo lamentable es
perder el espacio, el tiempo y los vínculos
con los que poder hacer obras en condiciones creativas. Y eso no se pierde por
“comercializarse” para ganar guita, eso se pierde por “mercantilizarse” en todo
gesto escénico, por hacer obras sin
guita cuya apuesta principal también es lograr existencia mediática, por hacer
obras que son publicidades, por dejar de percibir la diferencia, a veces muy
sutil, entre trabajo y creación.
El “teatro alternativo” actual, como cualquier
teatro, está preponderantemente constituido
por obras en lógica mercantil aunque haya gente menos conocida reunida en cooperativa. Allí empieza el
colapso subjetivo de querer seguir atribuyendo a la práctica “alternativa” ciertas
palabras y valores que ya no dan cuenta de lo que en verdad se está haciendo. Por
eso el mercado lo llama “off” y sus habitantes “independiente”; porque su
diferencia ya no es cualitativa en términos prácticos, es solo cuantitativa en
grado de celebridad y dinero. Las obras que actualmente logran ser creaciones o
al menos se ve que lo intentaron, son aquellas que han evitado la dinámica
mercantil incluso en sus rasgos de procedimiento “alternativo”. Son creaciones
teatrales a secas que convirtieron en artistas a sus participantes. Tienen la
misma posibilidad que cualquier obra de ser un éxito o un fracaso, pero ya
tiene el beneficio del sentido que genera la experiencia del proceso de
intentar crear. Eso no se ofrece en el mercado.
En estas transformadas circunstancias, Spinetta, que ya
había vivido las mutaciones de un mundo en el que muchos de nosotros no
vivimos, y luego también las que si nos tocó vivir, resulta un extraño ejemplo de otro mérito post mortem
que se mencionó y ponderó mucho en el Facebook: su “coherencia”. Evidentemente
nuestra lista de “artistas” y “creadores” teatrales desbarrancados es
silenciosa pero numerosa y cruel. Parece haber caído una bomba que dejó todo en
pie pero hizo polvo las
subjetividades. Perplejos de tal
fenómeno y un poco lastimados, valoramos la “coherencia” como el sostenimiento
heroico de algo que todos pierden. Y lo que hizo Spinetta fue mantener fuera
del ensayo las presiones y condicionamientos del mercado que le hubieran
impedido disfrutar de una práctica artística rigurosa, ambiciosa, fraterna y
festiva.
Me parece imprescindible poder pensar
esto para no caer en la triste subjetividad del nostálgico, el renegado, el
fundamentalista, el atontado, el cínico y otras figuras a las que lleva la
negación. No pensar, también genera trabajo, y quizás no estemos pudiendo
reconocer el malestar que implica tener que reducir nuestro pensamiento para
poder habitar un medio en el que parece
convenir una relación reducida y difusa en el vínculo de nuestras prácticas
actuales con las condiciones de creación, la historia escénica reciente y las
palabras. Quizás por eso, la posibilidad
de ser “coherentes”, de enrostrarle a un
mundo relativista y regalero la altura que “creador” y “artista” podían tomar
junto al nombre de Spinetta, fue una oportunidad que no pudimos ni quisimos
desperdiciar. Porque no vivimos una época en la que estas afirmaciones puedan
manifestarse fácilmente ni que, incluso, desde cierto punto de vista, convenga
tener. El mercado es feroz. Se puede percibir la incomodidad en el rostro de
nuestro interlocutor al hacerlo partícipe de un pensamiento que señale algún
tipo de ineficacia o falla en la obra de alguien o en cierto tipo de modalidad
práctica. El mercado nos hace temerosos de que podamos decir o hacer algo que
nos cierre posibilidades laborales. El mercado nos pone relativistas, cínicos,
demagógicos, nos propone ser más copados y abiertos que pensantes. El mercado
nos hace cómplices de la pérdida de la capacidad de cambiar, de abandonar
eficacias probadas. El mercado nos hace negarlo como presión fundamental
de nuestro hacer mientras nos quema. El “queme” mercantil es el que permite
decir y escuchar sin inmutarnos “yo trabajo en lo comercial y lo alternativo de
la misma manera”, “el buen teatro está en cualquier parte”, “el teatro actual
es una multiplicidad de singularidades”.
Pero cuando el “queme” no es absoluto, el malestar hace de
la dolorosa muerte de Spinetta la oportunidad de mostrar viva la capacidad de
discriminar y distinguir una jerarquía práctica y subjetiva que excede a las
que habitualmente nos anestesian la exigencia de nuestra percepción y nuestro
juicio artístico. Algo sigue atento,
al menos, a la captura de experiencias ajenas que mantengan viva la fe. Porque sabemos que la creación es milagrosa. Sabemos
que muy esporádicamente vemos obras que nos renuevan la percepción y nos
muestran hasta que punto veníamos viendo noche a noche, una misma obra
verborrágica, veloz, efectista, e inverosímil.
Ante la postergación cotidiana de las condiciones de ensayo
artísticas mencionadas al principio, y que hace un tiempo hicieron a la cualidad práctica “alternativa”, la
muerte de Spinetta nos permitió ejercer la
capacidad maltrecha pero viva, de reconocer en alguien una posición práctica creadora. Quizás la vida
de Spinetta ya tenía más sentido para todos por esto, que por su última etapa
musical que ya pocos escuchaban. Su
muerte quizás sea entonces la oportunidad de dejar de sentirnos artistas solo
por vernos capaces de valorar a uno, y salir de esta locura de presiones, sin
historia hacia atrás ni procesos hacia adelante. El “teatro alternativo” no pudo pensar su relación con el mercado y se disolvió en el razgo práctico que el sentido mediático le da a todo: el impacto y su consecuente eclectisismo. Pero dejó condiciones a partir de las cuales seguir pensando y
haciendo; están allí para todos los que queramos seguir en la cocina del mundo
pero afuera del horno.
Larga vida al flaco y al teatro alternativo en la de cada
uno.
Enero de 2013, Santa
Ana, Uruguay
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