En el último ensayo logre, por un rato, ser el actor que, creemos, la obra
necesita. Vi llegar la aprobación y el
festejo a la mirada que me acompaña en este proceso. Mientras actuaba me
sorprendía, y esa sorpresa me disociaba percibiendo que mi voz y mi cuerpo eran
de otro, que estaba haciendo aparecer a alguien allí, frente a mis directores,
que se sintieron, quizás por primera vez, espectadores de nuestra obra.
Que alegría inmensa. Sentí estar jugando bien el juego que
estamos inventando. Juego en el que se superpone la escena y la vida; que me
está forjando un cuerpo, una habilidad y fundamentalmente un temperamento. De hecho,
cuando las reglas fueron surgiendo, a la vez que me resultaba halagador que esa
operatoria emerja y se asocie posible en mi actuación, no podía evitar
preguntarme si yo estaba a la altura del juego que se planteaba, o si estábamos
todos en pedo. Son la ambición y el miedo disputándose cada milímetro de
afirmación.
Evidentemente, una cosa es tener la habilidad y otra la
decisión. El nivel de creencia que, en todo sentido, a veces demanda y delega el lugar y el proceder de
una obra, implica un trabajo íntimo y feroz. Quizás el verdadero desafío sea asumir con placer el poder que se nos
habilita. Porque creo que con el público compartimos esencialmente eso: el
poder que asumimos en el juego al que los invitamos, y el placer que nos da jugar
con ellos.
Veremos qué pasa ahora que el público entro al ensayo por
los ojos de la dirección y se sienta en las sillas vacías del estudio. Acá
está, de nuevo la ambición y el miedo.
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